miércoles, 1 de noviembre de 2006

Una guerra en pos del Rey de Prusia

Arbel siempre gustó de su privacidad. Cuando llegaba a su depto no le gustaba que nadio lo molestara. Ese era su tiempo para sacarse del sistema las calenturas cotidianas. El proceso consistía de llegar, meterse en la habitación, echar la llave, tirarse en la cama y dejarse ir. Mirar el techo tumbado de espaldas mientras el mundo daba vueltas suavemente y se alejaba. Un ritual simple, como otros tantos que tendrán otros tantos y otras tantas para conservarse en sus cabales al menos un día más. Y la verdad, ¿qué hacer sin alguna suerte de exorcismo laico que retire del alma cansada las furias, las desilusiones, las injurias de cada día? En estas y otras cosas pensaba Arbel esas tardes en la cama, estirado a contraluz mientras lo invadía ese sentimiento de calidez. Le preocupada, por ejemplo, que sus compañeros de morada lo acusaran de orgulloso o apático por negarse a ayudarlos con el pesado yugo del desenfreno, tan común en esos días. Es que los pobres tipos están tan enajenados...

En esa época del año los ocasos del Trópico son aún más cortos de lo habitual, así que poco después de las seis, cuando Arbel se asoma a su habitación, el disco solar se retira plácidamente a las profundidades de la Bahía. Las luces de la calle (o al menos, las que funcionan) hacen algo por iluminar las aceras del Barrio, sobre las cuales se mueven ya algunos de sus más caracterísiticos personajes. Algunos hablan en la calle, otros se dirigen hacia el distrito comercial, el Centro... Están los que, como Arbel, aspiran el aire costero y atisban desde sus balcones como se duerme el día, como vive la noche despertando en su caótica mezcla de rumbos, callejones y esquinas. Una cuadra más alla, el antiguo edificio de Díaz y Co., todo un ícono del vecindario. Como otros tantos. Como lo será Arbel. Como otros tantos que no lo saben todavía.

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