domingo, 29 de octubre de 2006

El primer día

El reloj comenzó su habitual chirrido mañanero, unos minutos antes de la salida del sol. Arbel abrió los ojos, se dio vuelta en la cama y con una maldición entre dientes se levantó y terminó con el molesto ruido. Daban las 5.45 de un lunes, y afuera los primeros laburantes, kiosqueros y transportistas comenzaban a moverse. Se metió a la ducho como pudo, sin saber bien como había llegado al baño. Abrió el grifo. Nada. Maldiciendo nuevamente la calidad de los servicios del Estado, se vistió rápido y desayunó en el balcón. Los rayos del sol naciente daban un brillo dorado a la Avenida. Desde el quinto piso vio la calle de oro doblar violentamente hacia el Sur a la altura de la barriada. Buscó con la vista unos segundos. Todavía nada.

Volvió a entrar al cubo maltrecho y sucio que llamaba hogar. Encendió la radio. Noticias de ayer, iguales a las de la semana pasada, a las de hoy, a las de mañana. Rió para sí. Esperó unos minutos, distraído, antes de volver a salir. Buscó nuevamente con la vista allí, cerca de aquella esquina y finalmente encontró lo que buscaba. Tomó la mochila, meticulosamente preparada. Cerró con llave. A esta hora no había nadie en el pasillo. Bajó por la escalera. A la salida de la calle, un vecino que entraba con el periódico del día lo saludó. Arbel no contestó. Echó a andar. Dos, cuatro, siete cuadras más allá, más acá, otras tantas figuras avanzaban con idéntico rumbo.

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