El reloj comenzó su habitual chirrido mañanero, unos minutos antes de la salida del sol. Arbel abrió los ojos, se dio vuelta en la cama y con una maldición entre dientes se levantó y terminó con el molesto ruido. Daban las 5.45 de un lunes, y afuera los primeros laburantes, kiosqueros y transportistas comenzaban a moverse. Se metió a la ducho como pudo, sin saber bien como había llegado al baño. Abrió el grifo. Nada. Maldiciendo nuevamente la calidad de los servicios del Estado, se vistió rápido y desayunó en el balcón. Los rayos del sol naciente daban un brillo dorado a la Avenida. Desde el quinto piso vio la calle de oro doblar violentamente hacia el Sur a la altura de la barriada. Buscó con la vista unos segundos. Todavía nada.
Volvió a entrar al cubo maltrecho y sucio que llamaba hogar. Encendió la radio. Noticias de ayer, iguales a las de la semana pasada, a las de hoy, a las de mañana. Rió para sí. Esperó unos minutos, distraído, antes de volver a salir. Buscó nuevamente con la vista allí, cerca de aquella esquina y finalmente encontró lo que buscaba. Tomó la mochila, meticulosamente preparada. Cerró con llave. A esta hora no había nadie en el pasillo. Bajó por la escalera. A la salida de la calle, un vecino que entraba con el periódico del día lo saludó. Arbel no contestó. Echó a andar. Dos, cuatro, siete cuadras más allá, más acá, otras tantas figuras avanzaban con idéntico rumbo.
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